domingo, 24 de agosto de 2014

 

Un gobierno cada vez más débil y los desafíos ante la crisis

Muchos se preguntan cuál es motivo que lleva a que el inefable vicepresidente Amado Boudou todas las semanas quede imputado o procesado en algún delito de corrupción. Más allá de las distintas interpretaciones que se puedan realizar al respecto, la razón no hay que encontrarla tanto en la desprolijidad de este personaje que parece haber dejado marcado los dedos en todas partes, sino más bien en la debilidad intrínseca del gobierno K.
El kirchnerismo, que durante once años se mantuvo en el poder en función de un acérrimo verticalismo, manejando la chequera de fondos públicos de forma absolutamente discrecional y sin titubear a la hora de apretar con el aparato del Estado a opositores y críticos, ya dejó de inspirar miedo. Varios jueces y fiscales, que en muchos casos eran funcionales al poder político, comenzaron a animarse a hacer lo que no hicieron durante una década: investigar a los corruptos y hacer que se sienten en el banquillo de los acusados. Boudou representa, quizás, el blanco más fácil. Pero no es el único: las denuncias involucran, en mayor o menor medida, a casi todo el elenco gubernamental, incluido a la propia presidenta.
Luego de haber asumido su segundo mandato con el 54 por ciento de los votos, Cristina Fernández se fue debilitando producto de sus propios errores. Incapaz de instalar un sucesor natural como hizo Lula Da Silva en Brasil con Dilma Rousseff, el mayor pecado de CFK fue confiar ciegamente y delegar el manejo de la economía, que es principal pilar de cualquier gobierno, en un grupo de imberbes –con Axel Kicillof a la cabeza- que no tienen la más pálida idea de cómo lidiar y negociar con los factores de poder que manejan los hilos de la economía global.
Los funcionarios que actualmente se encuentran al frente del Palacio de Hacienda ni siquiera cuentan con un mínimo plan estratégico para intentar atravesar la tormenta económica con los menores daños posibles. Por el contrario, cada semana que pasa, la recesión se agudiza y crece la incertidumbre.
La soberbia de Cristina le impide ver que está dejando tierra arrasada, poniendo en riesgo la paz social en la finalización de su mandato. Ha decidido encarar la recta final de su gestión de la peor manera, refugiándose en aquellos que se muestran más obsecuentes, que la adulan todo tiempo y le aplauden cada frase de su discurso.
Aún más grave es que muchos de lo que hoy deberían estar haciendo un llamado a la racionalidad, planteando la necesidad de que se instrumenten cambios para evitar que la gestión que asuma a partir de diciembre de 2015 se encuentre con un país incendiado, parecen estar mirando otra película y se suman al elenco de aplaudidores. Por ejemplo, el gobernador de Daniel Scioli, que se perfila como el candidato peronistas con más chances, está obsesionado en querer conservar el piso del voto clientelar, pensando que con ello tendrá entre un 17 y un 20 por ciento de los votos asegurados por el simple hecho de llevar el sello del oficialismo.
Llamativamente, el otro candidato que compite con Scioli, Sergio Massa, se encuentra en una postura similar. Timorato, el ex intendente de Tigre se posiciona en una postura ambivalente, cuestionando solamente aspectos superficiales del gobierno K y no la estructura del modelo económico que ha llevado a que tengamos a más de 12 millones de argentinos viviendo en la pobreza.
La realidad es que hasta los sectores más marginales, que son los que deben sobrevivir con las dádivas del clientelismo político, que constituyen una parte importante del electorado que acompañó al kirchnerismo en la última década, le está dando la espalda al gobierno K. Ese famoso 20% de voto cautivo, constituido en gran parte por sectores sociales que temían perder los planes asistenciales si cambiaba el gobierno, dejó de existir.
Ocurre que la inflación está llevando a que la miseria que reparte el clientelismo político ni siquiera alcance para cubrir necesidades mínimas alimentarias. Justamente es en los sectores populares, especialmente en aquellos que se encuentran socialmente más postergados, donde más se está sintiendo los efectos de la crisis.
Ante este escenario, no es momento de grises. Ya en las elecciones del año pasado, comenzó a vislumbrarse que el electorado le da la espalda a todo lo que huela a kirchnerismo. Y todo indica que en las próximas primarias abiertas y simultáneas, que se realizarán en poco menos de un año, esa tendencia se profundizará.
Quien se coloque la banda presidencial será aquel o aquella que demuestre que está en condiciones de emprender un cambio profundo en el país. Y en caso de que esa alternativa no aparezca es muy probable que aumente el número de electores que opte por no elegir a ninguno de los candidatos. Obviamente, el voto blanco, nulo o el ausentismo electoral en nada contribuyen a que haya un mejor gobierno. Pero no deja de ser un llamado de atención.
Por ello, la dirigencia que aspire a tomar las riendas del país deberá tener la capacidad de anticiparse a lo que puede llegar a venir y estar preparada, con los equipos técnicos adecuados, para hacer frente a la crisis, con un diagnóstico preciso y la decisión política de instrumentar cambios estructurales. No es momento de improvisados o de candidatos mediáticos que muestran sus romances con figuras de la farándula en programas de entretenimientos de escaso nivel cultural.
La etapa que se avecina es tan compleja como apasionante. Toda crisis, al mismo tiempo, constituye una oportunidad que puede ser aprovechada para torcer el rumbo y cambiar la historia de un país que, teniendo todo para salir adelante, hace décadas no puede salir del estancamiento.


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