viernes, 19 de noviembre de 2010

 

LA PLATA : FUNDACION


Por ROBERTO ABRODOS (*)



Después del fracaso del alzamiento porteño de 1880, que obligó a la provincia a entregar su capital histórico -“Su alma, su cabeza, su brazo”, dirá Saldías-, las autoridades surgidas de ese episodio se dispusieron a reparar la tremenda perdida, rápidamente, sin lamentaciones ni nostalgias.



Cinco años bastaron para que el fenómeno de la nueva sede bonaerense empezara a llamar la atención de la opinión mundial. Se la comparaba con Washington, nacida también después de una meditada decisión política destinada a afianzar el sistema federal.



La Plata era, sobre todo, el mejor ejemplo de la capacidad creadora de los argentinos.



Moderna en su concepción urbanística, distinta en las características de su sociedad, exenta de las tradiciones hispánicas que pesaban sobre las otras ciudades del país.



Resumía el espíritu “positivo” del siglo y el optimismo dispendioso de la década del 80. “Me voy para La Plata, la nueva capital, que allí se gana mucho, con poco trabajar…”. Esta copla entonada por la legión de empleados públicos y albañiles italianos que fueron sus primeros habitantes, refleja aquella ciudad prodigiosa, surgida como por encantamiento del suelo pampeano.


DESPUÉS DE LA CAPITALIZACIÓN





La ciudad de Buenos Aires había sido la capital del virreinato del Río de La Plata y la sede de los gobiernos patrios. Fue confirmada como cabeza de la república por la constitución de 1853, pero los porteños rechazaron esta imposición: no querían ceder su ciudad, su aduana, sus rentas.



El punto fue uno de los temas conflictivos que provocaron la separación de la provincia de Buenos Aires del resto de la confederación. Después de Pavón (1860) se llegó a un compromiso: el gobierno nacional permanecería en la ciudad porteña a título de “huésped”, y la provincia de Buenos Aires sería la anfitriona.



La situación se prolongó a lo largo de las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Al ser vencida la insurrección de Tejedor contra la triunfante candidatura de Roca, el nuevo presidente aprovechó para terminar con el histórico problema. El Congreso sancionó la ley de Capitalización de Buenos Aires y la Legislatura bonaerense no tuvo otro camino que ceder el ejido de la ciudad a la Nación.



El doctor Dardo Rocha fue investido como gobernador de la provincia el 1 de mayo de 1881, y dijo en su discurso: “Debemos esperar que en un breve tiempo levantemos una ciudad populosa y floreciente que, para las necesidades administrativas y políticas, reemplace en cuanto sea posible a la antigua capital”. Se formaron dos comisiones que tuvieron a su cargo la elección del lugar apropiado para levantar la nueva capital.



Finalmente, luego de rechazar varios lugares, se eligió el partido de Ensenada, cercano a la boca del Río de La Plata y conectado con Buenos Aires a través del ferrocarril. Reunía las condiciones ideales.



Eso sí, era preciso fundar una ciudad desde sus cimientos, porque el sitio no era otra cosa que montes, lomas y bañados, recorridos por liebres, perdices y vizcachas, que servían de pastoreo a las haciendas de las estancias cercanas.



Los únicos habitantes de esas extensiones eran los puesteros de Martín Iraola y los pobladores de Tolosa, una pequeña localidad de 7 mil habitantes, fundada en el año 1871.



Entre marzo y abril de 1882, la Legislatura de Buenos Aires consideró el tema de la nueva capital, que recibió entonces su nombre definitivo, La Plata. Muchas críticas y polémicas en los periódicos porteños, Sarmiento salió a la palestra vaticinando sombríos pronósticos.



Entretanto sin hacer mucho caso a estos y otros desdenes, las autoridades provinciales habían fijado fecha para la fundación. Sería el 19 de noviembre, fiesta de San Ponciano, patrono de la ciudad. La piedra fundamental debía colocarse en una urna que sería enterrada en el centro de lo que habría de ser, con el tiempo, la plaza principal.



Febrilmente comenzaron los preparativos de la ceremonia, que se había proyectado para que tuviera una gran majestuosidad. Se abovedó con conchillas el trayecto entre la estación y la plaza y se cursaron las invitaciones generosamente.



Ante todo faltó el padrino, el presidente de la Nación, general Roca, quien se hizo representar por el ministro Victorino de la Plaza. Pero lo que malogró la fiesta fue el calor. La jornada resultó tan bochornosa que el gigantesco asado se arruinó y los invitados y los visitantes de los pagos vecinos volvieron hambrientos y sofocados a sus casas. Con todo, la ceremonia siguió adelante, con carreras de sortijas y fuegos de artificio.



La estructura levantada en la plaza, que los fotógrafos recogieron para la historia, estaba constituida por palcos, arcos triunfales y leyendas como “Paz y Libertad”; “Orden y Progreso”; “Vías de Comunicación y Vida Municipal”; “Educación común y Sufragio Libre”; “No basta odiar la tiranía, es necesario amar la libertad”. Como se advierte, todo un programa ideológico, coherente con la iniciativa que empezaba a concretarse en medio de los calores de la jornada, que, de hecho, deberían haber sido previstos, dado lo avanzado del mes de noviembre.



Y así empezó la “ciudad milagro”. A fines de 1884 los poderes públicos de la provincia se instalaron en La Plata.



Los edificios estaban a medio terminar y los muebles fueron ubicados como se pudo, probablemente, el apuro se debía a presiones del gobierno nacional, cuyo titular no compartía las aspiraciones presidenciales de Dardo Rocha.



Sea como fuere, los informes del departamento de ingenieros, los periódicos, los relatos de los viajeros y la cámara fotográfica fueron registrando semana tras semana, mes tras mes, año tras año, los espectaculares progresos de La Plata.



EL PRODIGIO DE LAS PAMPAS




La nueva capital bonaerense fue un auténtico prodigio edilicio, urbanístico y demográfico. En 1882 tenía 7 mil habitantes; para el centenario, su población ascendía a 100 mil almas.



El impulso con que había surgido la ciudad se debió a varios factores, entre ellos, la premura con que se abrieron los concursos internacionales para proyectar los edificios públicos.



El carácter monumental que se infundiría a la ciudad, la preocupación por los espacios verdes, las calles anchas, las plazas numerosas y el trazado original, susceptible de ensancharse o prolongarse como en las exigencias higiénicas del proyecto, evidenciadas en el requisito de que el diseño brindara facilidades para la limpieza diaria, la extracción de residuos y la provisión de agua.



Mientras se iba convirtiendo en realidad, La Plata cobraba dimensión y vida propia, a pesar de haber nacido sin infancia previa.



Comenzó a tener conciencia cultural y a elaborar su leyenda. Hacia fines del siglo pasado, la ciudad ya era una sólida realidad urbanística, política y económica. Tenía una sociedad propia, orgullosa de su radicación, que se jactaba de sus calles iluminadas con electricidad y de su Teatro Argentino.



Una sociedad nueva sin la carga de tradiciones anteriores que hicieran difícil su fluidez, en la que se destacaban algunos hombres que le daban lustre como Pedro B. Palacios (Almafuerte) o, años más tarde, el novelista Benito Lynch.



Una comunidad que incluso podía alimentar su memoria con hechos de armas, como los que ocurrieron en 1893, cuando la revolución organizada por Hipólito Irigoyen ocupó el gobierno por unos pocos días.



Así, ennoblecido por los tilos y refrescado por el hermoso bosque, el paisaje urbano de La Plata tenía características únicas en el conjunto de las ciudades argentinas.









(*) ROBERTO ABRODOS es titular de la página web LA PLATA CIUDAD MAGICA 
www.laplatamagica.com.ar y conductor del programa radial Noticias de Historia de La Plata, emitido los lunes de 17.00 a 19.00 por FM Record




Y TAMBIEN ES DREPA DE UNA GOMIA LA CECI, VIO LA QUE TIENE MAL GUSTO PA LOS CONCUBINOS





FELIZ 128º ANIVERSARIO MI CIUDAD DE LA PLATA QUERIDA

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