sábado, 25 de mayo de 2013

 

Es el shopping de mi villa


Por Agustín Mauad
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Varias detonaciones sacudieron el lugar, cómo si fuese un enfrentamiento en la Franja de Gaza. Los empleados de los puestos y los vecinos salieron apurados a la vereda, sabían con lo que se iban a encontrar. Comenzaron a aplaudir en silencio, dándole el último adiós.

Un grupo nutrido de motoqueros rodeaba un auto fúnebre que se había estacionado en la puerta de la Feria. Hacían explosiones con los escapes, los famosos cortes. Los estallidos lo producían acelerando y superando las revoluciones por minuto, y en la jerga eran sinónimo de poder, de primacía en el barrio.

Una de las motos lucía como desmantelada, sin los plásticos que recubrían los cables y caños del manubrio. Transportaba a tres jóvenes; el que iba en el medio se paró en el asiento y empezó a entonar una canción que rápidamente fue tarareada por los presentes: “Se siente, se siente, el Chino está presente”.

Luego de unos minutos, el vehículo continuó con su recorrido con las motos circulando alrededor. Detrás, una caravana de decenas de autos los acompañaba. En la cabina de una F100 roja, veinte muchachos y muchachas sostenían una bandera con la leyenda “Justicia por Emiliano”. Un sujeto con el dorso desnudo desempuñó un revolver 38 y disparó en tres ocasiones al aire.

La gente siguió aplaudiendo en la puerta hasta que pasó el último coche. El acceso a la Feria lucía un inmenso cartel con el nombre “Paseo de Compras del Sur”, conocido por los platenses como la Feria Paraguaya.

Villa Montoro es un barrio del partido de Villa Elvira, en la periferia sur de La Plata. Es una de las zonas más pobres y marginadas de la región. Gran parte de los habitantes son paraguayos, y desde la delegación admiten que muy pocos tienen documentación.

La mayoría de las calles son de tierra; las veces que llovió durante varios días como en esta ocasión, eran inaccesibles. Un anciano se acercaba caminando con su bicicleta toda embarrada; el asfalto sólo llegó a las arterias principales.

-Pobre Mirta, es el segundo –le dijo una señora a su hijo en el momento que ingresaban nuevamente a la Feria.

-Si- respondió secamente él, sabiendo que se venía un sermón. El muchacho lucía el corte funghi, en forma de hongo: pelado a los costados y bien corto en la parte superior de la cabeza.

-Los dos hijos con las motos de porquería y con problemas con la policía.

-La policía, que buenos que son esos…

-No lo defiendas hijo, había robado un almacén en Barrio Jardín. ¿Qué culpa tienen los dueños del negocio?

-Está mal lo que hizo, no lo justifico. Pero, ¿qué me decís de los vigilantes?

-Lo estaban siguiendo para atraparlo y el pibe chocó con una camioneta. ¿Pretendes que lo dejen robar tranquilo?

-¿Estas segura que afanó? Porque no es la primera vez que inventan algo para meter adentro o matar a un pibe de acá.

-No es un santo, Daniel.

-Ya se vieja, pero tampoco merecía morir así. A los pibes del fondo que no tienen ni para comer, siempre les llevaba comida, zapatillas, ropa… Por algo era muy querido en el barrio.

-Bueno, lo que quieras. A vos no te falta nada, no necesitas hacer boludeces. Y con la moto no te hagas el vivo.

-Quedate tranqui ma, vos me conoces. Me voy a lo de Tati.

El joven le besó la frente a su madre, agarró una gorra que tenía debajo del mostrador y se despidió.

El centro comercial tenía ocho pasillos con puestos de ambos lados, en su mayoría de venta de indumentaria. Para caminar había que ir esquivando las prendas que colgaban por doquier. Los pisos, de cerámicos claros, tenían trozos de barro y las pisadas marcadas.

El sol recalentaba la chapa del techo al mediodía. En su mano, un niño llevaba una bandeja plástica que emanaba humo, en la otra un cono de papas fritas. Dentro del recipiente había un suculento guiso, con fideos, verduras y carne.

El pequeño hacía una mueca de dolor con su boca, mostraba los dientes; el plástico era de escaso grosor y el calor lo traspasaba. A pesar de ello, no soltó en ningún momento la comida y apuró sus pasos. Caminó haciendo equilibrio hasta llegar a destino.

La mujer que atendía el puesto donde vendían ropa interior le hizo señas con la mano para que aguardara un minuto, mientras buscaba cambio para darle el vuelto a un cliente. La frente del niño estaba sudada, respiraba profundo, sin hablar.

Cuando la vendedora se desocupó, le pidió que pasara y dejara su pedido en una mesa ratona, detrás del mostrador. La mujer, petisa, de cara redonda y ojos achinados, le solicitó al niño que le alcanzara un pan.

El pequeño se dirigió hacia el sector de comidas, en la parte de adelante de la Feria. El pesado y grasoso olor a “fritanga” se mezclaba en el ambiente. Volteaba a cualquiera que no esté acostumbrado, te sacaba el hambre, te llenaba. Las moscas revoloteaban entre las mesas ubicadas en frente de los puestos.

El niño, de ojotas y short, se secó la transpiración de su rostro con la remera. Esperaba que su patrón le diera el pan y un nuevo pedido. En ese momento, pasó caminando un viejo, petiso y flaco. Con el único brazo que tenía le frotó la cabeza al pequeño, saludándolo.

En una de las mesas había dos hombres tomando cerveza. Aguardaban la pizza que habían encargado sentados bajo una sombrilla. Vestido con una musculosa blanca que se le pegaba en la piel, el morocho contaba dinero en silencio, al tiempo que el otro, más robusto y de pelo rojizo, respiraba fuerte mirando soslayadamente hacia la cocina.

-¿Sabés quién es ese qué pasó? –dijo el morocho sin sacar la vista de los billetes.

-¿Cuál?

-El que se metió en aquella puerta. ¿No lo viste?

-Ah, si. El manco que saludó al guacho.

-¿Sabés quién es?

-No, debe ser el sereno…

-Es el dueño, maneja todo, la levanta con pala.

-No me jodas.

-¡Posta! Le dicen el Wimpy.

-¿El barra brava?

-El mismo.

Los hombres cortaron con la charla cuando el niño les sirvió la pizza. Era de esas finitas y crocantes, con abundante mozzarella, orégano y aceitunas.

En ese momento, ingresó por la puerta un señor junto a su hija. Avanzaron hacia el primer pasillo y comenzaron a recorrer los puestos. La muchacha, de unos dieciséis años, se detenía en la mayoría de los negocios.

El hombre, trajeado, a pesar del calor, no se quitaba el saco. Debajo se le veía una camisa blanca y una corbata lila. Tenía el pelo corto y brillante, peinado con gel. En ningún momento se sacó sus grandes anteojos negros.

-Elegile algo a tu madre, Eugenia. Tengo que volver a la oficina.

-Estas siempre apurado, hay muchas cosas lindas.

-Después venís con ella para ver algo para vos, ahora vamos a solucionar lo del cumple, busca algo para tu madre.

-Estoy viendo, tranquilo.

-Me estoy llenando de olor y tengo que seguir trabajando.

La muchacha se detuvo a tocar la tela de un piloto. Observó el talle en la etiqueta y luego pidió permiso para probárselo. Le quedaba perfecto, por lo que necesitaba un talle más para su madre. El hombre asintió la compra, pagó y se retiró junto a su hija.

-Imba'e heta, moopi –murmuró la empleada luego de la venta, mientras salía del local. Se acercó al muchacho del negocio de enfrente donde vendían remeras deportivas, quien se río ante las palabras de ella. Le respondió en guaraní, pero no se llegó a entender. Acusaban al reciente comprador de “hombre rico pero tacaño”.

El joven lucía la camiseta de Cerro Porteño, un equipo de fútbol paraguayo, de bastones verticales azules y rojos, similar a la de San Lorenzo. Tenía una jarra plástica transparente con agua, hielo y limones partidos a la mitad. Vertió el líquido en una taza con yerba y le dio una chupada a la bombilla.

-Fresquito el tereré.

Luego de cebarle uno a su compañera, saludó a un muchacho que pasaba; primero chocaron las palmas y luego estrellaron los puños. Era alto, morrudo y vestía una musculosa. En su brazo derecho tenía un tatuaje con el escudo del club Estudiantes y en el antebrazo izquierdo un nombre de mujer: “Mirta”.

-¿Querés uno? –preguntó el cebador estirando su mano con la taza.

-¿Qué estás tomando paragua?

-Un tereré, probalo y me decís.

-¿Estás seguro? No me vas a hacer irme por el baño.

-No pasa nada, es mejor que un mate, con este calor.

El muchacho de musculosa agarró la taza y le dio un sorbo a la bombilla. Levantó la mirada y dijo:

-¡Muy bueno!

Lo bebió mientras charló con su amigo y la joven acerca de Emiliano, el “Chino”. Recordaron algunos momentos que vivieron junto al chico que recientemente había perdido la vida en un confuso episodio.

Se despidió y siguió caminando entre los pasillos de la Feria. Saludaba a casi todos los puesteros, era muy querido. Hasta hace muy poco trabajaba de sereno en el lugar, pero hacía un poco más de un mes consiguió empleo en una fábrica de Ensenada. Ese día tenía franco y aprovechó para visitar a los suyos.

Fue hasta el fondo de un pasillo y espió por el orificio de una chapa. Detrás de la Feria, se veía la inmensidad del campo y algunas casillas que se habían construido de manera aislada. Cuatro niños de no más de trece años caminaban por el borde de la cancha de fútbol, era el único rectángulo donde no había pasto, era barro puro. Avanzaron con sus instrumentos y se ubicaron en ronda en un lugar que con piedras en el piso. Con un redoblante, un repique, un zurdo y una caseta hacían más bullicio que la manifestación más fervorosa. Tocaban con ritmo, tenían práctica.

El muchacho de musculosa se dio vuelta y miró a un puestero, con los ojos brillosos. Se sacó en silencio la gorra con vicera recta.

-¿Se extraña la Feria, amigo? –le preguntó el hombre.

-Seguro ¡Es el shopping de mi villa!

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